BOLIVIA
Philippe Bizot, en busca del silencio perdido – La Razón (Bolivia)

Sunday 13 Nov 2022 | Actualizado a 00:07 AM
Sunday 13 Nov 2022 | Actualizado a 00:07 AM
Philippe Bizot, en busca del silencio perdido
Imagen: Ricardo Bajo
El mimo francés Philippe Bizot
Imagen: Ricardo Bajo
Por Ricardo Bajo H.
La Paz / 13 de noviembre de 2022 / 00:06
El mimo francés ha vuelto a Bolivia. Pasó por Cochabamba y La Paz y partirá hacia Sucre y Santa Cruz. Su pelo es blanco, su máscara, también
Philippe Bizot habla susurrando. Juega con sus silencios. Todo el rato, sin descanso. Aparenta ser vanidoso pero solo se está divirtiendo. Su trabajo es observar, plantarse en una plaza, es el teatro perfecto. Come todo lo que mira, es un glotón. Así construye sus personajes, así nos hace imaginar sin palabras. La petición más extraña que ha recibido en sus espectáculos de mimo cuando interactúa con el público es escenificar un queso francés en una caja. Los historiadores no se ponen de acuerdo en su fecha de nacimiento. Solo tenemos un consenso: nació en Burdeos, Francia, tierra de buen vino. Está enamorado de China. Y de Bolivia.
Bizot es arquero en su equipo de fútbol infantil. El mimo blanco tiene un ídolo: la “araña negra”, el mítico Lev Ivánovich Yashin. El arco es su primer escenario, su primera angustia. Con ocho años se topa con Marcel Marceau y todo cambia. Ha visto a un hombre detrás de un silencio. “Yo seré eso”, piensa. Comienza a jugar con sus amigos, inventa imágenes a partir de cosas. Entra a estudiar Derecho porque alguien le ha dicho que los mimos se mueren de hambre. No encuentra nunca su aula, así que se pierde en la cafetería de la universidad.
Un día comete su pequeño y único acto de corrupción. Un profesor que lo examina le pregunta su nombre: “Philippe Bizot”, responde susurrando. “¿Como el mimo?”. Intercambia dos entradas para su primera obra por una buena nota. Tiene 18 años y apenas sabe maquillarse, quiere brillar, es pretencioso y quizás algo vanidoso ya. Poco a poco va a recibir lecciones de humildad. Una de ellas es ésta: menos es más. Con el paso de su carrera, cincuenta años ya, destilará gestos. Sus palabras se volverán volátiles. Condensará emociones, sugerirá imágenes invisibles. Será un mimo minimalista.
Un actor francés de teatro, Jean-Louis Barrault, aconseja al joven: lea un libro cada día. Todavía hoy, Bizot se preocupa harto por el guion de sus espectáculos sin palabras. El “actor”—que no habla sobre el escenario— anhela un vocabulario más rico, una escritura más exquisita. En la última improvisación, en la Alianza Francesa de La Paz, una chica le pide contar una historia a partir de la palabra “t’antawawa”. La fuerza de su gesto nos conduce a través de un día de muertos. El silencio, como el oro de los vivos.
Trabaja en el mismo teatro de Burdeos que otra leyenda, Marguerite Duras. La autora de Hiroshima, mon amour, le invita a almorzar. Es cariñosa. De ella aprenderá el arte de las comas, el oficio de edificar silencios. Así como no sabemos (aún) su año de nacimiento, tampoco sabemos cuándo comenzó a ver imágenes pasadas cuando mira detenidamente a las personas.
Con 20 años viaja por primera vez para actuar. Destino: Canadá y Estados Unidos. Un premio (el “International Mime Golden Award”) le abre las puertas del más allá. Su vida va a ser una gira eterna. “Más viajo, más rico soy”. Bizot apenas ve películas en el cine. Las ve en los aviones. “Siempre asusto a la chica de mi lado”. Las observa en silencio, atento solo a las imágenes, a los labios, a las miradas. Entonces si le gusta, las ve por segunda vez, con sonido ya. “Para mí, las películas comienzan cuando terminan, tras el final, imagino qué pasará”.
En sus obras busca el mismo efecto: regalar al público un impulso de creatividad, compartir ese momento colectivo, creer que entre la audiencia hay gente más soñadora que uno mismo. En sus últimas piezas (como en el espectáculo Cincuenta años de silencio que presenta estos días en cuatro ciudades de Bolivia), el final no existe; las tramas de sus historias continúan en la cabeza de todos nosotros. Somos depredadores tras contemplar su Día de caza, un himno contra la guerra.
‘Cincuenta años de silencio’ es el nombre del espectáculo que Philippe Bizot presenta en Bolivia
El mimo Philippe Bizot llegó a Bolivia para presentar su espectáculo en cuatro ciudades del país
El show de Philippe Bizot
Encuentro. Bizot conversó con el público interesado en conocer más sobre su trabajo.
LEA TAMBIÉN
Philippe Bizot y Andrea Ibáñez adaptan una cinta de Chaplin
Su cuerpo cambia en cada actuación, es una arquitectura única y fugaz. Lo único que permanece es el entusiasmo. Sobre las tablas calla pero lo dice todo. Usa su cuerpo, baila a cámara lenta con movimientos delicados, utiliza uno de sus miles de rostros. El silencio es su canción. Bizot (no hace falta decirlo) es un amante del cine silente, de Chaplin, de Buster Keaton. Cuando aparece delante de 1.500 personas en un teatro de Montreal, siente miedo. Recuerda entonces al niño arquero que fue, es el miedo ante aquel tiro penal.
A comienzos de los ochenta, Philippe vive en un campamento de refugiados en el Líbano. El país ha sido destruido por la guerra, otra guerra. En el hipódromo de Beirut monta La parada del fuego para los huérfanos. Descubre las fronteras/silencios negros, las memorias silenciosas, los diccionarios del dolor. Bizot aprende a no mentir ante un chico que sufre. “Me limpié el corazón”.
En 1984 viaja a China por primera vez. Tiene 30 años (ahora ya sabemos que nació en 1954, un 19 de septiembre para ser más precisos). Es una esponja. Tiene miles y miles de caras, la máscara blanca es la misma. China cambia su vida, su manera de contemplar la vida. Agudiza su mirada, la vuelve más intensa. Y traduce posturas. Los cuerpos y las emociones poseen un lenguaje universal. Cuando mira el gesto de una persona, ve su pasado, su presente y su futuro, como un círculo, de afuera hacia adentro y de adentro hacia afuera. No es mandalismo, asegura. Nos pone un ejemplo: “Di una charla en Pekín ante jóvenes empresarios exitosos. Un chico me esperaba. Cuando lo miré, vi una imagen de su pasado. Lo vi cuando tenía cinco años en una calle de Pekín llorando bajo el sol con su abuela preocupada. Vi otra imagen: ese mismo niño jugaba con un camión de madera, tiraba del hilo y el camión rojo comenzaba a rodar”. Cuando el francés se da cuenta, el chino llora pues ha recordado una pequeña etapa de felicidad. El cerebro de Bizot es una poderosa antena, capta/atrapa sueños. Su mirada devora. Es un coleccionista de ruinas y detalles. Es un sabio, un “yatiri”, es un juglar.
Ha podido ver cómo ha cambiado la capital china. Cuando llegó había millones de bicicletas y animales tirando del carro de la fruta. Ahora todos quieren volverse ricos de repente y se suicidan si fracasan. Quedó fascinado por la ópera tradicional/acrobática y por la cantada, por la literatura, por el arte de la caligrafía y su capacidad de extrema concentración y mundo interior. A su llegada, Pekín le pareció ruidosa, vulgar. Ahora enseña en la “Central Academy of Drama” y ha cambiado de opinión. Combina junto a artistas chinos las artes de la pantomima con las formas de la ópera tradicional “kunju”. El arte de danzar actuando lo aprendió del “kabuki” japonés.
En India pasa horas de horas en silencio mirando a una mujer con sari rosado. Lleva piedras en la cabeza para construir una casa. Es una obrera pero tiene la elegancia de una reina. Engulle cada uno de sus selectos ademanes. De todos sus viajes, de todas sus interactuaciones con culturas de todo el mundo, se lleva algo. Su pantomima del sol es un presente del lenguaje de señas de los pueblos originarios de América del Norte.
No se considera un artista. La palabra le resulta pretenciosa. Y vanidosa probablemente. Cuando le pregunto cómo se (auto)define entonces, responde: “Philippe Bizot”. La mejor crítica/reseña que ha recibido fue ésta: “Bizot nunca ha hecho de mimo, ha hecho de Bizot”.
Practica cinco horas al día e intuye que es el último mimo blanco. Es consciente que defiende un tesoro, el silencio es su honor. Es un nómada, un errante que deja su huella allá por donde pasa. Viene de lejos, quizás llega desde aquella caverna de la prehistoria donde alguien por primera vez dejó pintada una mano sobre la pared para que todos nos quedáramos mirando, soñando. Cuando quiere contar que tiene una taza en la mano, Bizot siente que tiene esa taza entre sus delicadas manos. La pinta en la pared de la cueva.
En 1995 llega a Bolivia por primera vez. Actúa en el Teatro Municipal, su corazón quiere explotar. En La Paz crea Amuki, la primera compañía teatral para chicos y chicas con capacidades diferentes. No es la primera vez que funda escuelas, lo ha hecho también en Burdeos, Marsella, Líbano, Pakistán y Estados Unidos. “Amuki” significa silencio en aymara. Sin embargo, es un “lost in translation”. Es más que silencio, es el yo interior que te habla en la cabeza, al que a veces por la sobresaturación de ruido no escuchamos, no queremos escuchar. Bizot presta atención a su “amuki” despertado, no lo deja morir.
En la charla que da en la Alianza Francesa de Sopocachi, antes de su actuación, un joven le hace una pregunta: “¿qué es la humanidad?”. Bizot responde con el recuerdo de una noche paceña. Un amigo le ha invitado a visitar su comunidad. Comparte con su familia un sabroso “apthapi”. Es un día lujoso de belleza. Cuando llega la noche, el amigo le pregunta: “Tú eres un maestro, ¿por dónde van a llegar los extraterrestres?”. Bizot responde: “Por allá, por la izquierda”. Los dos se quedan mirando las estrellas en un silencio total, en paz, en comunión estética. La noche se convierte en día. Los mejores momentos de su vida han sido atravesados por el silencio.
Bizot no actúa, un mimo no actúa, un mimo es. Está convencido de que los silencios (en plural) no dicen mentiras. Bizot no para. Es un viajero en busca del silencio perdido, de la memoria extraviada. Este perfil no termina acá. Ahora, caro lector/lectora, te toca imaginar sin palabras un final, tu final.
El cineasta repasa su vida y obra. Su primer nacimiento en un pueblito italiano, su segundo nacimiento en Bolivia, sus películas, sus amigos, sus nostalgias, sus proyectos
/ 30 de octubre de 2022
La nueva generación de los Marqueces acaba de celebrar 38 años de fundación con enorme fervor cívico y la intención de sepultar su pasado violento
/ 30 de octubre de 2022
Damnificado por el megadeslizamiento de Callapa y tras perder a su madre, el joven alteño encuentra paz en este arte asiático
/ 6 de noviembre de 2022
La investigadora Daniela Franco recorre la obra del indigenista, que se exhibe en el Museo Nacional de Arte
Una obra de Crespo Gastelú
Por Daniela Franco
Imagen: Museo Nacional de Arte
La Paz / 13 de noviembre de 2022 / 00:04
Por los caminos solitarios de la estepa andina (…) en las caserías empolvadas de silencio y olvido, la figura ascética de Crespo Gastelú (…) se hizo familiar a los ojos del aimara que miraba cauto sus sobrios movimientos” (Gloria Serrano, 1947:157). En los años 30 y 40 del siglo pasado las latitudes kollas conocieron a un artista que se complementó con su entorno andino de una manera tan intensa que fue llamado por sus contemporáneos “el pintor del altiplano”. Este artista fue David Crespo Gastelú, quien realizó desde su juventud hasta sus últimos días infinitos recorridos por la América india para dejarse inspirar por el mundo nativo y la fuerza del trabajador.
El 11 de noviembre el Museo Nacional de Arte (MNA), dependiente de la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia, inauguró una exposición de la obra plástica de este pintor, uno de los más importantes indigenistas de la primera mitad del siglo XX en Bolivia. Esta muestra, que se albergará en la Sala Taypi hasta finales de diciembre, contará además con la prosa literaria que acompañó la creación artística de Crespo Gastelú, los fragmentos de la escritora Gloria Serrano, una mujer rebelde, indigenista y proclive a las ideas de la revolución, quien además fue esposa del pintor del altiplano.
David Crespo Gastelú nació un 25 de octubre de 1901 en Coro Coro, una localidad minera de la provincia Pacajes de La Paz. Provino de una familia de origen modesto, sus padres fueron el abogado paceño Víctor Crespo y la corocoreña Teresa Gastelú. A los 17 años David perdió a su padre, este hecho le impidió iniciar estudios en la técnica pictórica, jugada del destino que lo transformó en un artista autodidacta. A partir de entonces, su formación la encontrará en su propio medio, en la observación concienzuda de su tierra y en las relaciones que entablará con otros artistas e intelectuales de la época, así como con su propia esposa.
Cuando tenía un poco menos de 20 años, una experiencia marcó el curso artístico de Gastelú: acompañó al músico Luciano Bustíos a un viaje por el altiplano para colaborar con la ilustración de bailes y bailarines indígenas. A partir de entonces, Crespo Gastelú valoró el trabajo etnográfico como antesala a la creación artística dejando “que sus pies sean cubiertos por el polvo de todos los senderos Kollas” (Serrano, 1947).
Antes de radicarse en La Paz con su madre y hermanos, quiso ofrecer las primicias de su arte a sus paisanos; así, en 1922, realizó su primera exposición en Coro Coro, dando a conocer un grupo de caricaturas bien logradas y con un sutil sarcasmo. Sus brotes artísticos se habían manifestado tempranamente cuando realizaba caricaturas de sus compañeros y profesores en el colegio San Calixto de La Paz. Algunas caricaturas de sí mismo, de políticos y de otros artistas las publicó en distintos medios periodísticos. Durante la Guerra del Chaco realizó dibujos irónicos de los altos mandos militares en el Semanario Juventud, demostrando su rebeldía y antielitismo, hecho por el cual fue perseguido.
De acuerdo con los comentarios de la época, se dijo que la caricatura de Crespo Gastelú no se redujo a generar las típicas morfologías grotescas, ni la deformación de los rasgos fisonómicos de una persona, sino que ahondó en el plano psicológico escaneando la subjetividad, descubriendo sus perfiles incoherentes. La caricatura de Gastelú fue una revelación de lo profundo de la psique, un descubrimiento del esqueleto vital del yo y de la personalidad de los retratados, una especie de “psicoanálisis dibujístico”, tal como lo indicó la prensa de aquella época.
Crespo Gastelú hacía el registro pictórico de los viajes y su esposa Gloria Serrano lo hacía en sus textos
Una obra de Crespo Gastelú
Dibujo de David Crespo Gastelú
Crespo Gastelú hacía el registro pictórico de los viajes y su esposa Gloria Serrano lo hacía en sus textos.
Una postal con crespo Gastelú
Un cuadro de Crespo Gastelú
pintura de Crespo
LEA TAMBIÉN
Donan la obra de David Crespo Gastelú al MNA
Como producto de su experiencia con la caricatura, en 1936, David Crespo Gastelú organizó el Primer Salón Nacional de Humoristas, exposición que cohesionó los trabajos de 15 artistas humoristas entre quienes figuraron nada menos que Arturo Borda y Miguel Alandia Pantoja.
En cuanto a su vida familiar, el 17 de octubre de 1928, David Crespo se casó con Rosenda Caballero, conocida artísticamente como Gloria Serrano, con quien tuvo dos hijas, Ada Julia y Gloria Margot. A lo largo de su trayectoria como escritora, esta mujer realizó un corpus literario indigenista y de izquierda que complementó la obra pictórica de su compañero.
David Crespo Gastelú y Gloria Serrano tuvieron una ansiedad viajera, cazaron paisajes e inspiraciones inéditas por varias regiones del altiplano. De sus largas peregrinaciones nacieron dos libros con la prosa de Gloria y las ilustraciones de David, los mismos que fueron la imagen del Kollao y del Cuzco: Jirones kollavinos (1932) y Tierras del Kosko (1938). Además de estas dos obras, la pareja de indigenistas dejó inconclusos algunos trabajos, entre ellos: Murillo el genial mestizo, Hombres de ayer y Estampas puneñas.
Además de los libros que realizó junto a su esposa, Crespo Gastelú realizó una importante labor como ilustrador junto a otros intelectuales, así, con Óscar Cerruto realizó Bailes de Bolivia en Editorial Poseidón de Buenos Aires; e ilustró el libro de Alberto de Villegas, Sombras de mujeres.
Como se dijo, Crespo Gastelú no tuvo una formación técnica ni académica; sin embargo, algunas figuras ejercieron una fuerte influencia sobre él. El primer maestro de David Crespo Gastelú fue el joven pintor cordobés José Malanca, abiertamente comunista. Al gringo, como lo llamaban, lo conocieron por casualidad junto a Genaro Ibánez una tarde de paseo por la Plaza del Montículo de La Paz.
Según Gloria Serrano “era imposible resistirse ante la fascinante humanidad de sus palabras”, para David fueron provechosas las enseñanzas técnicas del realismo pictórico de Malanca, pero sobre todo, fue trascendental su influencia ideológica. En 1931 David Crespo Gastelú y otros artistas e intelectuales realizaron la exposición apelada Salón de la Primavera para conmemorar a José Malanca y situarlo como precursor de la tendencia amerindia en Latinoamérica.
Crespo Gastelú mostró con sus pinceles el dolor del indio y más allá de la caricatura, manifestó un sincero fervor indigenista. El pintor mestizo se acercó íntimamente al mundo indio gracias a sus largas estadías en Quilloma, una hacienda situada a más de 4.000 metros de altura en la provincia Pacajes. En este paraje altiplánico Gastelú descubrió el ayllu andino acallado y camuflado por la hacienda, pero aún vigente. Con este entorno pintó chozas de fachadas inverosímiles, capillas abandonadas e infinidad de rostros andinos.
El intelectual Fernando Díez de Medina incluyó a Crespo Gastelú dentro de un grupo de pintores indigenistas de la región entre quienes destacó a Rivera en México, Sabogal y Blas en el Perú y Gutiérrez Gramajo en la Argentina. De David destacó su capacidad para captar agudamente los estados espirituales de nuestra tierra gracias a una observación sagaz y concentrada del entorno, como también, a un estudio psicológico de la emoción indiana.
El escritor Alberto de Villegas, un amigo muy cercano de Gloria y David, enfatizó que Gastelú no pintó valores decorativos del paisaje y del indígena, sino que reflejó momentos reales, esenciales y representativos de la experiencia de vida india. Según Villegas, a este pintor no le faltó amor entrañable por su tierra y por su gente.
El crítico de arte Luis Vilela señaló que la obra de David Crespo Gastelú fue netamente social y alejada de las influencias externas, “nada de trasplantes europeístas”. Por su parte, Óscar Cerruto saludó la bolivianidad de Gastelú, “es el pintor en quien nos reconocemos”. Roberto Prudencio dijo que David fue el iniciador de la pintura “nacional” capaz de retratar el alma americana altiplánica.
Esta sensibilidad autodidacta convirtió a David Crespo Gastelú en un gran representante de la pintura indigenista boliviana. Entre 1922 y 1946 realizó 12 exposiciones en Bolivia, Perú, Chile y la Argentina. Enseñó en la Academia de Bellas Artes de la ciudad de La Paz entre 1928 y 1930, su alumno más destacado fue Armando Pacheco. En 1931 ganó el Primer Premio Kantuta de Oro en la exposición Salón de Indianistas.
En 1934 fue parte de la Embajada de Arte Boliviano en el IV Centenario del Cusco, participando junto a Marina Núñez del Prado y Yolanda Bedregal, entre otros artistas e intelectuales. En 1939 expuso en el Palacio de Bellas Artes de Santiago de Chile, acontecimiento en el cual Cecilio Guzmán de Rojas obtuvo el primer premio y Crespo Gastelú el segundo. En 1940, durante la Exposición Internacional de Viña del Mar, alcanzó igualmente el segundo lugar; en 1942 participó de la muestra Artistas Americanos en Valparaíso.
En su última etapa profesional, David Crespo Gastelú cumplió sus aspiraciones de especialización, obteniendo una beca en la Escuela Superior de Bellas Artes Ernesto Carcova de Buenos Aires, conducida por el maestro Alfredo Guido. Entre 1945 y 1947, Crespo Gastelú aprovechó las lecciones técnicas de Guido, recogió influencias y motivos de Argentina, país que había admirado toda su vida. En 1946 realizó una exposición en los salones de La Prensa de La Plata y expuso en la Galería Peuser de Buenos Aires. En este periodo, Crespo pasó a profesionalizarse realizando proyectos de muralismo indígena; sin embargo, la muerte prematura del artista hizo que los mismos quedaran plasmados únicamente en bocetos iniciales.
Cuando David Crespo volvió de Argentina, habiendo sido nombrado director de la Academia de Artes Plásticas Zacarías Benavides de Sucre, una antigua dolencia cardiaca se le agravó, su corazón no resistió la altura y falleció sin haber finalizado su obra a los 46 años. A pesar de este prematuro revés del destino, el Museo Nacional de Arte quiere rendir homenaje hoy a Crespo Gastelú y poner en vigencia una obra que dio voz propia a la raza y vehemencia al dolor del habitante del Kollao. Esta exposición revalorizará la fuerza cósmica de los andes y la tierra de pasado, tragedia y tradición, sin olvidar el orgullo que infundió la estirpe indígena.
El músico y escritor Pedro Pablo Siles recorre las facetas del centro cultural de la zona Sur, que celebrará con el Nuna Fest
/ 30 de octubre de 2022
El mimo francés ha vuelto a Bolivia. Pasó por Cochabamba y La Paz y partirá hacia Sucre y Santa Cruz. Su pelo es blanco, su máscara, también
/ 13 de noviembre de 2022
El Archivo de Manufacturas Textiles Forno reúne parte del patrimonio industrial fabril de la ciudad
/ 30 de octubre de 2022
‘Vietnam y Simio’ es el libro del autor peruano que ha publicado la editorial Yerba Mala Cartonera
Mario Montalbetti, poreta peruano
Por Mariana Ríos
Imagen: Editorial Yerba Mala Cartonera
La Paz / 13 de noviembre de 2022 / 00:02
Sobre el “oficio” del poeta, la utilidad de definir lo poético y la importancia de las lecturas poéticas conversó el lingüista y poeta peruano Mario Montalbetti con la escritora y editora boliviana Mariana Ríos, en torno a la presentación del libro Vietnam y Simio de la editorial Yerba Mala Cartonera.
Mario Montalbetti nació en el Callao en 1953. Estudió Literatura y Lingüística en la Pontificia Universidad Católica del Perú. En 1979 fundó junto con Mirko Lauer y Abelardo Oquendo la revista cultural Hueso Húmero. En el primer número de esta revista publicó uno de sus más importantes poemas, Quasar. Publicó Perro negro, 31 poemas (Lima: Arybalo, 1978); Llantos elíseos (Lima: Ediciones El Virrey, 2002) y Cinco segundos de horizonte (Lima: AUB, 2005) entre otros libros.
En Estados Unidos obtuvo el PhD en Lingüística por el Instituto Tecnológico de Massachusetts. En el plano lingüístico es discípulo de Noam Chomsky. En el plano futbolístico se declara hincha del Sport.
LEA TAMBIÉN
Escribir no haciendo camino
—En una entrevista anterior, usted menciona que sus poemas a veces parecen textos de lingüística y sus textos de lingüística a veces parecen poemas. En ese cruce, la lingüística podría aparentar mayor claridad metodológica y por tanto, también conocimiento, pero, ¿hay algo que haya descubierto o le haya enseñado la poesía, con sus particularidades de creación y búsquedas en el lenguaje, que probablemente la lingüística no pueda hacerlo o no lo haya hecho aún?
—Básicamente soy un lingüista que escribe poemas. Me interesa el lenguaje, cómo funciona, qué hace, qué nos hace. El poema es un instrumento de investigación. La lingüística, sin embargo, tiene un límite y es que busca principios y reglas generales que se cumplan en todas las zonas del lenguaje. El poema, por el contrario, busca la excepción, lo que se escapa a principios generales, lo que va en contra del lenguaje como un todo estandarizado. Eso es muy difícil de hacer de manera interesante, pero cuando se logra (en un haiku de Ikkyu o en Trilce de Vallejo) los resultados son contundentes e inesperados.
—La poesía tiene una cualidad oral que le es propia desde su origen en su empleo como mecanismo de preservación de la memoria, ¿qué piensa sobre las lecturas poéticas de hoy? ¿La oralidad en la lectura de un poema a un auditorio hace que el poema gane, pierda?
—Si soy perfectamente honesto, no me gusta leer poemas en público y tampoco me gusta escucharlos en público. Prefiero leerlos sobre una hoja de papel, muchas veces con un lápiz al costado. Entiendo que la lectura pública es parte del oficio de poeta y participo en ellas, pero no me siento cómodo. Es algo puramente personal. Para mí, la poesía no es un arte performativo.
—Una inquietud relativa al arte, la poesía y en especial, lo poético, radica en el afán por definirlo, incluso clasificarlo ¿considera que se puede hacer esto? ¿Cómo definiría o explicaría usted lo poético?
—Los poetas no tienen una inquietud por definir “lo poético”; son los críticos literarios que se afanan en taxonomías y clasificaciones los que albergan esa inquietud. Y es que no es difícil definir “lo poético”, pero es de muy poca utilidad. Supongamos que damos una definición de lo poético y decimos que consiste en tener la propiedad (o el conjunto de propiedades) P, cualquiera que ésta sea. Entonces, si un texto tiene P es poético y si no la tiene, no. Pero ese nunca fue el problema. El problema, en todo caso, es cómo es que un texto logra tener P, cómo es que con la materialidad del poema se logra P. Tenemos pistas, podemos distinguir buenos de malos poemas, pero nada que conduzca a una definición o regla que resuelva esa incógnita.
—En la creación literaria, sobre todo en narrativa, muchos autores hablan del oficio del escritor en contraposición, quizás, a la epifanía reveladora de la inspiración que largamente estuvo vinculada con el trabajo creador de esta índole, ¿cuánto de oficio tiene la poesía y qué lo caracteriza y/o diferencia, si lo hay, a ese oficio de otros?
—Cuando se habla del “oficio del escritor” se habla de un par de cosas distintas. Por un lado, se alude al escribir como una ocupación, como una profesión y finalmente, como una actividad pagada de la que muchos (periodistas, narradores, pero no poetas) esperan vivir. La noción de “inspiración” (cualquier cosa que esto sea) no tiene nada que ver con este sentido. Pero hay otro sentido de oficio que es el de “tener oficio”, es decir, poseer una serie de herramientas técnicas que permiten hacer un buen trabajo. En relación a este segundo sentido, la inspiración sería un plus que se le agrega al oficio para obtener un resultado excepcionalmente bueno. No sé cómo se logra ese plus. No creo que nadie sepa. Lo que sí sé es que la inspiración (en ese sentido) solamente ocurre si hay oficio.
—Vietnam y Simio Meditando (ante una lata oxidada de aceite de oliva) son dos poemas reunidos para la edición boliviana que la editorial Yerba Mala Cartonera publica este año en el libro Vietnam & Simio, ¿qué diálogos o motivos para dialogar descubre usted entre estos dos poemas? ¿Por qué reunirlos en un mismo libro?
—Aunque Simio es más “narrativo”, ambos poemas conversan bien entre sí porque están hechos de manera similar en base a fragmentos y ruinas de discurso. Quiero pensar que esos fragmentos terminan dibujando un cierto sentido, es decir, una cierta dirección en la que se mueven (con ayuda del lector, por supuesto). Vietnam apareció solo primero; luego apareció con Simio y otros poemas en una edición de Mangos de hacha (México). Y ahora, vuelven a reunirse, por primera vez, ellos dos sin compañía, como dos viejos amigos que se ponen a conversar sobre el paso del verso.
*Mariana Ríos Urquidi (Cochabamba, 1991) es narradora, poeta y docente universitaria. Es editora en la Editorial Mantis, de Magela Baudoin y Giovanna Rivero. Forma parte del Taller de Poesía “Llamarada Verde”, dirigido por Gabriel Chávez Casazola. Tiene una maestría en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Barcelona.
El músico y escritor Pedro Pablo Siles recorre las facetas del centro cultural de la zona Sur, que celebrará con el Nuna Fest
/ 30 de octubre de 2022
El tercer largometraje de ficción del director ‘Okie’ Cárdenas se rodó en el ayllu Parcomarka, en la provincia Sur Carangas, Oruro
/ 13 de noviembre de 2022
A finales del siglo XIX y principios del XX, la artista cochabambina desarrolló una obra academicista que anticipó la llegada de las vanguardias al país
/ 6 de noviembre de 2022
El tercer largometraje de ficción del director ‘Okie’ Cárdenas se rodó en el ayllu Parcomarka, en la provincia Sur Carangas, Oruro
El largometraje de ciencia ficción Unay
Por Pedro Susz K.
La Paz / 13 de noviembre de 2022 / 00:01
Unay, tercer largometraje de ficción del director orureño Okie Cárdenas, se suma a la infrecuentemente nutrida cantidad de estrenos nacionales llegados a las pantallas en el curso del mismo año. Los dos anteriores largos de Cárdenas fueron Vidas lejanas (2011) y Esperar en el lago (2021). Su filmografía incluye, asimismo, un par de documentales: Un Resplandor de Fe (2009), mediometraje enfocado sobre la fiesta anual de la Virgen de Urcupiña, y Entre santos, cholas y morenos (2019), dedicado a su vez a la entrada del Gran Poder. Títulos todos ellos que dan cuenta de la mirada persistente del realizador hacia los rasgos propios de la cultura boliviana en sus diversas facetas y expresiones, alineándose con las obras de Sanjinés, Ruíz y Eguino, igualmente, obstinadas en el rescate de tales señales definitorias de una identidad a medio hacer.
Rodada en el ayllu de Parcomarka Copacabana, provincia Sur Carangas, departamento de Oruro, la trama arranca con el joven protagonista Unay, recientemente regresado después de cierto tiempo a la comunidad donde todavía sobreviven sus progenitores, lo que emparenta el argumento de este su reciente emprendimiento con el de Pueblo chico (Antonio Eguino/1974). El muchacho se halla enfermo, con una fiebre incontrolada, lo cual obliga a su padre a salir en busca de Sandro Dorado, cura del lugar, quien desempeña al mismo tiempo las funciones de médico, y, se verá más adelante al discurrir la historia, igualmente, las de guía de cara a un futuro tan sombrío como el de muchas pequeñas poblaciones rurales, estancadas siglos atrás y todavía carentes de los servicios básicos esenciales para un nivel de vida mínimamente digno, lo que no obsta para que las comunidades allí afincadas empeñen sus esfuerzos en la búsqueda de una subsistencia siquiera algo menos escabrosa, sin renunciar, por ello, a sus raíces, afán que devela con extrema crudeza algunos de los obstáculos irresueltos por el país entero.
Una vez recobrado Unay, no precisamente por la decisiva intervención médica, nos reencontraremos con el religioso/galeno/consejero dirigiendo una asamblea escenificada en la iglesia del lugar. Durante la misma, amén de encomendar los habitantes a que el mallku interponga sus buenos oficios ante el Gobernador para que de una buena vez por todas pueda financiar la conclusión del camino que hace años (no) avanza en su construcción, se concluye, asimismo, en la necesidad de proporcionar a los(as) pocos(as) jóvenes que todavía permanecen en el lugar alguna fuente de ingresos. La sugerencia de capacitarlos como músicos es de inmediato acogida por Dorado, avisando que contactará a un amigo, director de banda en ese momento falto de ocupación, para persuadirlo de trasladarse por tres meses al ayllu y asumir el reto de profesionalizar a los(as) muchachos(as) no solo en la interpretación de sus instrumentos, sino incluso en la lectura y escritura de partituras, labor bastante usual en aquella región.
Fácticamente, quedar habilitados para incorporarse a alguna de las “bandas de bronces”, animadoras protagónicas del Carnaval de Oruro, es no tan solo una opción para innumerables preadultos a fin de acceder a mínimos recursos monetarios destinados al mantenimiento propio y el de sus familias. Adicionalmente, se trata de la escalera de ascenso a un estatus de privilegio y, si se quiere, a la fama necesaria para granjearse la respetabilidad de sus coterráneos.
Sea como fuera, poco después arriba al lugar el maestro Gregorio, siendo recibido con la hospitalidad propia de esas congregaciones humanas donde la solidaridad y el afecto predominan aún sobre otros modos de relacionamiento predominantes en las urbes. Pone de inmediato manos a la obra en clases diarias al aire libre, de las cuales Unay participa provisto de la trompeta que su padre tenía enterrada en un arenal cercano a la población, ante el rechazo de su madre a que aquel prosiguiera su carrera de músico, viajando a lugares donde incurrió en repetidas infidelidades, guiño argumental que a su vez procura connotar la desigualdad en los roles asignados a varones y mujeres en esas culturas originarias que así tampoco son ilustradas bajo un enfoque dogmáticamente idealizado.
Por lo expuesto hasta aquí queda claro que no escasean en el punto de partida de Unay las buenas ideas ni los apuntes de una loable intencionalidad significante. El pero, tal cual ha sido recurrente en la obra de Cárdenas, está en el modo optado al momento de trasladar aquellos insumos conceptuales a su puesta en imagen. Comenzando por algo tan elemental como la función del montaje, que no estriba en la mera acumulación ordenada de una escena tras otra, siendo por el contrario el recurso básico para la construcción del ritmo narrativo y dramático, ausentes por entero en el relato armado a la manera de una sucesión de momentos, en muchos casos, incluidos tan solo a guisa de relleno, sobre todo aquellos en los cuales los diálogos, dichos más no interpretados por los actores, incurren en una persistente flaqueza de muchas producciones locales: precisamente la desnaturalización de un lenguaje construido a base de frases hechas, pero muy distante al modo de decir de los personajes por ellos y ellas compuestos. Que la pesadez de algunas escenas responda a la voluntad de aletargar el ritmo, dando cuenta así de la monotonía y lentitud del transcurrir de la vida en esas poblaciones ajenas al frenesí urbano, no resulta ser una respuesta válida a los referidos desaciertos, puesto que visiblemente constituyen apenas erradas resoluciones en el tramado del relato.
LEA TAMBIÉN
‘Espero que Unay sea una película que la gente pueda disfrutar’
La fotografía, con serias deficiencias en el manejo de la iluminación, no solo malogra algunas escenas, poco visibles, para peor redunda, sin justificación alguna, en el paisajismo ayuno también de justificación dramática.
Y, claro, no podía faltar el uso y abuso de las tomas con drones, adminículo tecnológico que ha terminado sirviendo, en distintas últimas realizaciones nacionales, únicamente para vaciar de implicación expresiva la denominada toma en picada que en el código audiovisual se recurre casi siempre para connotar el aplastamiento de algún personaje por las abrumadoras circunstancias que le toca afrontar, o bien, asimismo, a fin de subrayar la insignificancia de los individuos frente a la monumentalidad del contexto. En ciertos, pocos, momentos, es verdad, tal pareciera ser la intención de ese subrayado visual, pero en otros, muchos, no atiende en absoluto a dicho propósito.
Empero, el yerro más opinable en la realización de Cárdenas es el abordaje del personaje de Gregorio en su relación con la alumna Matilde. En algunas declaraciones previas al estreno, tanto el director como el actor encargado de la respectiva encarnación deslizaron que la película abordaba críticamente la cuestión del abuso infantil, sexual concretamente, en las áreas rurales de Bolivia, y el silencio colectivo frente a tal aberración. Por añadidura, las mismas declaraciones explayaron la necesidad del realizador de adentrarse en las paradojas de la condición humana. Se trata, sin embargo, de otro de los aspectos donde las desafinaciones del tratamiento quedan evidenciadas. De un lado, la única escena en la cual el profesor de Música abusa de Matilde, está tratada con una mesura digna de ser destacada, absteniéndose de cualquier abundamiento desechable. Pero, de otro lado, y en este caso se trata de un fallo desde el guion, al exhibir, de modo insistente, al profesor como viudo reciente, cuya incapacidad para sobreponerse a la pérdida lo precipita a la adicción extrema al alcohol, terminan cobrando el carácter de alegaciones exculpatorias de aquel abuso. De tal suerte, la presunta denuncia queda velada, dejando adicionalmente flotar la duda, tan a menudo legalmente explotada de que la víctima pudiese en definitiva ser la culpable.
Con respecto al elenco actoral, este es un punto en el cual no existen aspectos observables. Christian Castillo, quien vuelve a asumir la responsabilidad de dar cuerpo al protagonista central, después de su recordada labor cómo Juvenal, Juve, en El cementerio de los elefantes (Tonchy Antezana/2008) —en 2019 asumió, igualmente, un pequeño papel secundario en El novio de la muerte (Marcos Malavia)—, logra una contenida personificación, no obstante las recién colacionadas salidas de tono del guion, y los demás intérpretes contrapuntean de manera convincente con el profe en sus papeles, sobre todo, Jorge Garníca/Unay, segundo en orden de importancia entre aquellos. Y muy cerca también ameritan mención especial la madre y el padre del joven, sobredotado para la música, que intenta volver a sus raíces colisionando contra una realidad hostil.
Es por cierto justo reconocerle a Cárdenas el mérito de su perseverancia, no obstante, las enormes dificultades aún aparejadas a la producción fílmica nacional. Pero como ya expresé reiteradamente, la tenacidad resulta ser un atributo necesario pero insuficiente si el cómo no termina empatando con el qué.
La muestra del fotógrafo ha recorrido La Paz y El Alto en la Microgalería del Sindicato San Cristóbal
/ 30 de octubre de 2022
Damnificado por el megadeslizamiento de Callapa y tras perder a su madre, el joven alteño encuentra paz en este arte asiático
/ 6 de noviembre de 2022
La curadora Marisabel Villagómez destaca la urbe a través de sus materiales en la exposición de Gastón Ugalde
/ 6 de noviembre de 2022
Damnificado por el megadeslizamiento de Callapa y tras perder a su madre, el joven alteño encuentra paz en este arte asiático
Gregory Aduviri con algunas de sus creaciones
Por Marco Fernández
Imagen: Salvador Saavedra
La Paz / 6 de noviembre de 2022 / 00:10
Gregory, el sensei del origami, su dormitorio está tapizado con pósters de personajes de anime y de Los Vengadores.
Su ropero está cubierto con sus dibujos. Encima de una mesa, como si fuera un altar, se encuentran esculturas de papel, que son una muestra de que Gregory es un sensei del origami.
El origami es un arte asiático que consiste en hacer pliegues con un pedazo de papel (sin utilizar tijeras ni pegamento) para formar esculturas pequeñas.
En especial de animales y plantas, porque tienen significado ritual.
Su origen se sitúa en el siglo VII, cuando monjes budistas chinos cultivaron las técnicas del plegado y las enseñaron en otros países.
Un siglo después, los japoneses desarrollaron el origami —del japonés ori (plegar) y kami (papel)— y lo incluyeron como un elemento de los rituales sintoístas.
El Omatsuri regresa con campaña de cuidado del Jardín Japonés
Después, este arte se expandió por el mundo. Obviamente, también en Bolivia.
El sábado 26 de febrero de 2011 es más que una fecha, es un tatuaje en la vida de Gregory Aduviri Callisaya (25 años).
A las ocho de la noche, su mamá lo despertó para decirle que tenían que desalojar la casa, porque Callapa y las zonas circundantes se estaban deslizando.
“Cuando salí de mi cuarto todo se estaba deslizando. Ha sido impactante para mí, muy fuerte. Aquella noche, lo único que pudimos sacar fue algo de ropa, nada más”, recuerda de cuando tenía 14 años.
Hubo aproximadamente 5.000 personas damnificadas. Entre ellas, Gregory, sus dos hermanas menores y sus padres (Gregorio Aduviri y Gregoria Callisaya).
Quienes se alojaron durante un tiempo en un colegio de Irpavi Bajo.
Cansados de vivir en un aula con otras cuatro familias, la familia emigró a El Alto, a Tilata, para cuidar una casa.
Dos años después del megadeslizamiento, la familia Aduviri Callisaya se trasladó, finalmente, a un complejo de departamentos en Alto Chijini, Distrito 12.
En ese transcurso, Gregory conoció el origami, cuando en el colegio vio a otro niño que presumía cómo armaba una grulla con una hoja de papel.
Pidió que le enseñara, pero no quería, así es que, mezclado entre los demás, llevaba papel y emulaba los movimientos del compañero.
Al poco tiempo, no solo aprendió a armar el ave, sino que les enseñó a sus amigos.
No obstante, su madre se lo prohibió, pues creía que era pérdida de tiempo.
Además, “las hojas no se rompen, solo sirven para estudiar”, afirmaba para explicar que era mucho gasto para su economía.
La prohibición, el fútbol y el básquetbol hicieron que Gregory se alejara del origami por unos años.
Hasta que vio un puesto en la Feria 16 de Julio, donde había publicaciones y figuras relacionadas con este arte.
“Veo una figura expuesta y me sorprende, porque todo eso sale de un cuadrado. Yo, que ya hago origami, quería hacerlo”, comenta.
Su padre le compró unos textos de origami y, con ellos, armó cada vez más figuras de papel.
Tantos, que no podía ocultar su afición. Empero, su vida volvió a trastocarse cuando se enteró de que su mamá tenía una enfermedad incurable.
En sus últimos días, doña Gregoria pidió a su hijo que cuidara de sus hermanas y que siempre se alimentara bien.
“Haz lo que quieras, lo que más te guste”. Esas palabras fueron el permiso implícito para que Gregory continuara armando figuras de papel.
Esta pérdida ocurrió cuando terminaba el colegio, así es que, como le “gusta modelar, dibujar y pintar”, decidió estudiar Industria de la piedra en el Instituto Tecnológico Superior Mirikiri, en Comanche.
“Lo hice también porque quería olvidar el dolor por mi mamá”, cuenta.
Volvió al departamento de Alto Chijini tres años después, con muchas más ideas y proyectos, que los plasmó gracias al Club Origami El Alto.
Este arte tiene varios niveles. Empieza con el básico, con figuras hechas hasta con siete dobleces.
Medio, que tiene 30 a 50 pasos; avanzado, hasta 300 pasos, y el nivel superior es el experto en patrones de plegado y diseño, que tiene infinidad de dobleces, según explica Gregory.
“Ahora no necesito libros, ni líneas; empecé a hacerlo solo, desde mi mente”.
“Cierro los ojos, me concentro y empiezo a generar una infinidad de figuras”, comenta el artista.
Para encontrar paz interna, en su dormitorio necesita una mesa y hojas de papel, pues Gregory se abstrae de todo y comienza a hacer figuras complejas.
Como dragones, caballeros medievales, cancerberos, barcos pirata, sirenas e incluso una máscara de moreno.
“Solo es generar puntas. Tienes que ver la imagen o el diseño y ver cómo hacer”, dice con falsa modestia.
Quiere que la gente conozca su trabajo y que sepan que este arte puede ayudar en la vida.
“Me ha ayudado a superar la muerte de mi mamá, soy tranquilo, no tengo ningún vicio, me ayuda a que mi alma se encuentre estable, mi paciencia está en otro nivel”, asegura.
Por ahora no planea hacer del origami un negocio, sino crear textos para enseñar a los niños.
También presentar una exposición con sus mejores figuras y terminar su vida como las historias que le gustan: con un final feliz.
Texto: Maro Fernández ríos
Fotos: Salvador Saavedra
La investigadora Daniela Franco recorre la obra del indigenista, que se exhibe en el Museo Nacional de Arte
/ 13 de noviembre de 2022
El cineasta repasa su vida y obra. Su primer nacimiento en un pueblito italiano, su segundo nacimiento en Bolivia, sus películas, sus amigos, sus nostalgias, sus proyectos
/ 30 de octubre de 2022
/ 6 de noviembre de 2022
La curadora Marisabel Villagómez destaca la urbe a través de sus materiales en la exposición de Gastón Ugalde
la exposición de Gastón Ugalde
Por Marisabel Villagómez
La Paz / 6 de noviembre de 2022 / 00:06
Adobes. Primero habitamos, luego somos. Esto implica caminar, observar y conocer un territorio, expresarlo y poder contribuir en él.
También dirán algunos que implica experimentar las relaciones de un paisaje simbólico a través del universo sensorial de la intimidad.
Afinar la vista para poder entablar una sucesión de imágenes que implican un orden, un régimen, un modo de vida.
Habitamos esas jerarquías y las reflejamos de la manera en que construimos los lugares del hábito.
Una casa expresa ese orden.
El artista Gastón Ugalde (La Paz, 1944) recuerda el orden de su casa materna: “He pisado adobe con mis hermanos, para mi mamá, para construir nuestra casa de Alto Sopocachi.”
La construcción es la expresión de un paisaje, entonces, y en nuestro entorno el adobe es la expresión más clara de éste, aunque su importancia y uso estén cambiando.
Así como también está en constante cambio nuestro entorno.
Gastón Ugalde, en la exposición / instalación Adobe —Galería Puro, c. Enrique Peñaranda 1034, San Miguel—, plantea una relación de constancia con el contexto andino que es su casa.
Y, a la vez, muestra los procesos de disrupción y cambio que estamos viviendo en el altiplano.
Las primeras en dejarnos fueron las aves. Se ubicaron aquí porque el cúmulo de aguas entre los puñales del cielo les permitía existir sin mayores desplazamientos.
LEA TAMBIÉN
Gastón Ugalde: ‘El rol del artista es transformar el mundo’
También se asentaron aquellos humanos que cultivaban aprovechando los mismos depósitos.
Llegaron a nuestra hollada las aplanadoras para poder extender la ciudad por encima de sus “filudos centinelas.”
En algún lugar de la saga aymara del aparapita se han dibujado los perfiles de ese jardín andino que incluye a protagónicos nevados y dorados acantilados que marcan los límites de La Paz.
Ellos estaban ahí para servir a los antiguos paseantes, caminantes, comerciantes.
En esos pasos se marcaban las apachetas, se recibían a los achachilas, se pedían deseos, se concretaba la magia.
Pero nuestros excesos —ambiciosos, progresistas y setenteros— han permitido que se planten encima las aplanadoras.
A la vez que Jaime Saenz advertía de este aplanamiento a sus contemporáneos, a pesar de que: “Nadie puede negar que La Paz es una ciudad andina; y como tal subsistirá.
Así nos lo asegura el espíritu rector que habita la montaña.
Esta ciudad no será desvirtuada; no dejará de ser lo que es” (Imágenes Paceñas, 11).
Como en una contradicción constante, nuestra ciudad desde esos años 70 se ha convertido de una ciudad de adobe.
Que utilizaba los materiales del filo de la naturaleza a una ciudad de ladrillo, aplanadora de la armonía que mantuvimos con el paisaje durante los primeros asentamientos hasta ahora.
Gastón nos muestra justamente esta tensión.
El cineasta repasa su vida y obra. Su primer nacimiento en un pueblito italiano, su segundo nacimiento en Bolivia, sus películas, sus amigos, sus nostalgias, sus proyectos
/ 30 de octubre de 2022
El mimo francés ha vuelto a Bolivia. Pasó por Cochabamba y La Paz y partirá hacia Sucre y Santa Cruz. Su pelo es blanco, su máscara, también
/ 13 de noviembre de 2022
La nueva generación de los Marqueces acaba de celebrar 38 años de fundación con enorme fervor cívico y la intención de sepultar su pasado violento
/ 30 de octubre de 2022
La investigadora Daniela Franco recorre la obra del indigenista, que …
/ 13 de noviembre de 2022
‘Vietnam y Simio’ es el libro del autor peruano que …
/ 13 de noviembre de 2022
El tercer largometraje de ficción del director ‘Okie’ Cárdenas se …
/ 13 de noviembre de 2022
Fue campeona en 16 años, tanto en individual como en …
/ 12 de noviembre de 2022
© 2020 La Razón Bolivia
